Cuando preguntó por mi educación y mencioné que estudié en una universidad pública y que me titulé con honores, ella y el señor Arturo Arriaga (el papá) se cruzaron una mirada de esas que dicen “sí, ya vimos”.
No fueron groseros de frente. Pero yo me sentí como una mancha en un mantel blanco.
Después de esa noche, empezaron los mensajes y las indirectas. La hermana de Emilio, Regina, subía fotos con “amigas” perfectas, etiquetándolo con comentarios: “¿Te acuerdas cuando tú y yo sí encajábamos?” La mamá le llamaba a cada rato proponiéndole “otra opción”. Todo con una sonrisa.
Emilio decía que era cuestión de tiempo. Que el amor ganaría.
Yo quería creerle.
2
Elegimos una boda pequeña. Un restaurante bonito pero sencillo, con jardín y luces colgantes. Mis amigas del café ayudaron con los centros de mesa. Mi mamá lloró cuando me abrochó el vestido.
La ceremonia fue perfecta.
Emilio me miró como si yo fuera lo único real en el mundo. Leímos votos escritos por nosotros. Yo olvidé las miradas de su familia. Solo existíamos él y yo.
Pero el banquete…
El banquete fue donde se rompió todo.
Lo supe desde que Mónica lo jaló aparte apenas llegamos. Le susurraba rápido, señalándome. Cuando me miró después, ya no era solo desaprobación. Era algo más duro. Decisión.
La primera hora pasó entre fotos y risas. Bailamos. Cortamos el pastel. Saludé a los invitados. Pero Mónica me observaba como quien espera el momento exacto para tirar una copa “por accidente”.
Llegaron los brindis.
Arturo dijo algo correcto y frío. Regina habló de chistes internos y viajes donde yo no existía. La gente aplaudía, yo sonreía… hasta que Mónica se levantó.
Tomó el micrófono y el salón se quedó quieto.
—Quiero decir unas palabras sobre la familia —empezó, con voz clara—. La familia no es solo un acta… es pertenencia. Es saber cuál es tu lugar.
Me miró directo.
—Hay quienes nacen en ciertos círculos. Entienden expectativas, obligaciones, cómo funciona el mundo. Y hay otros…
Hizo una pausa, dejando la frase caer como amenaza.
—…que intentan entrar donde no les corresponde.
Sentí que la sangre se me fue a la cara. Busqué a Emilio con la mirada. Él se levantó medio segundo, pero su padre le apretó el hombro y lo sentó, como si siguiera siendo un niño.
—He intentado ser hospitalaria —continuó Mónica—. Pero hoy, viendo lo… fuera de lugar que se ve esta joven, lo incómodos que están nuestros invitados… ya no puedo callar.
El aire se volvió pesado. Alguien dejó de masticar. Alguien dejó de reír.
—Emilio merece a alguien que esté a su altura. Alguien que comprenda que el matrimonio no es solo amor: es unión de familias, legado, estándares.
Se giró hacia mí, ahora sin máscara.
—Perdón, Dalia, pero tú no eres adecuada para esta familia y nunca lo serás.
Las palabras me golpearon como bofetadas.
Y entonces lo dijo:
—Lo mejor será que te vayas. Esta celebración es para quienes sí pertenecen. Y, honestamente, tu presencia avergüenza.
El suelo pareció moverse.
—¡Mamá, basta! —Emilio por fin habló—. ¡Es mi esposa!
—La amamos, Emilio —intervino Regina, levantándose—, pero… esto es triste. No encaja. Mira alrededor.
Y uno por uno, empezaron a sumarse. Una tía habló de mi “mala elección de cubiertos”. Un primo se burló de que yo no supiera distinguir un vino. Un tío soltó una carcajada al mencionar mi “trabajito de café”.
Yo me hundía. No por no saber de vinos. Sino por la crueldad de celebrarlo como si fuera pecado.
Entonces Mónica hizo su jugada final.
—Voy a llamar a seguridad para que la acompañen afuera.
Seguridad. En mi boda.


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