MAMÁ… ÉL ESTUVO EN TU PANZA CONMIGO… DIJO EL HIJO SEÑALANDO AL NIÑO DE LA CALLE – Page 2 – Recette
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MAMÁ… ÉL ESTUVO EN TU PANZA CONMIGO… DIJO EL HIJO SEÑALANDO AL NIÑO DE LA CALLE

“Pablo”, respondió el niño, encogiéndose un poco cuando notó la presencia de Daniela. “¿Y tú?”

“Mateo. Mira… casi tenemos el mismo nombre.”

Daniela sintió un golpe seco en el estómago. Se obligó a respirar.

“Disculpa, Pablo…” dijo con cuidado, como quien pisa hielo delgado. “¿Dónde están tus papás?”

Pablo bajó la mirada y señaló una banca cercana. Allí, una mujer delgada, de unos cincuenta años, dormía abrazada a una bolsa vieja. Tenía la ropa sucia y el rostro cansado, como si la vida le hubiera pesado más de lo justo.

“La tía Consuelo me cuida”, murmuró Pablo. “Pero a veces se enferma.”

Daniela apretó los labios. Algo dentro de ella gritaba que aquello no era una coincidencia. Pero otra parte, la parte que había sobrevivido a la depresión de los primeros meses de maternidad, quería huir. Guardar el misterio. Volver a la vida conocida, aunque estuviera construida sobre preguntas.

“Mateo”, dijo, tomando su mano con más fuerza de la necesaria. “Nos vamos. Ya.”

Mateo se giró con los ojos llenos de lágrimas, como si lo estuvieran arrancando de algo suyo.

“No quiero irme. Quiero quedarme con mi hermano.”

La palabra hermano cayó como un trueno. Mateo nunca había pedido un hermano, nunca había hablado de uno… hasta ese momento. Daniela sintió que todo lo que se había esforzado por negar comenzaba a romperse.

“Él no es tu hermano”, soltó, demasiado rápido. “Tú no tienes hermanos.”

“Sí tengo”, lloró Mateo. “Yo sé que tengo. Él habla conmigo todas las noches.”

Pablo se acercó y le tocó el brazo con una ternura rara para un niño que vivía en la calle.

“No llores… a mí tampoco me gusta cuando nos separamos.”

Daniela levantó a Mateo en brazos, ignorando sus protestas, y se alejó con pasos apresurados. Pero incluso a distancia sintió la mirada de Pablo siguiéndolos, y vio —o creyó ver— cómo una lágrima le caía por la mejilla sucia.

En el coche, Mateo repitió una y otra vez, como un martillo: “¿Por qué dejaste a mi hermano solo, mamá? ¿Por qué?”

Daniela manejaba con las manos temblorosas. La plaza iba quedando atrás, pero el rostro de Pablo seguía ahí, clavado en su mente. Y con él, esos huecos raros en sus recuerdos del parto: la anestesia, el silencio, el despertar con Mateo en brazos y una sensación inexplicable de ausencia, como si algo no hubiera terminado de encajar.

Cuando llegaron a casa, Ricardo estaba en el patio regando plantas. Sonrió al verlos… y luego se preocupó al ver la cara de Daniela.

“¿Qué pasó?”

“Nada”, mintió ella. “Mateo hizo un berrinche.”

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