Mi vecina me gritó cuando llegué a casa: ‘¡Tu casa es muy ruidosa durante el día!’. ‘No debería haber nadie en casa’, le dije. ‘¡Escuché gritos!’. Al día siguiente, fingí irme a trabajar y me escondí debajo de la cama. Horas más tarde, cuando escuché la voz de la persona que entró a mi habitación, me quedé helada de terror…”
Cuando entré en la entrada de mi casa esa tarde, mi vecina, la Sra. Collins, estaba esperando junto a la cerca. Su rostro estaba tenso de irritación. —Tu casa es muy ruidosa durante el día —me espetó—. Es molesto.
Al principio me lo tomé a broma. —Eso es imposible. No debería haber nadie en casa. Trabajo de ocho a seis. Ella se cruzó de brazos. —Entonces explica los gritos. Escuché gritos. La voz de una mujer.
La sonrisa se borró de mi rostro. Vivía sola. Mi esposo, Mark, había fallecido dos años antes, y mi trabajo como analista de seguros me mantenía fuera de casa la mayor parte del día. Supuse que la Sra. Collins había confundido mi casa con la de otra persona, pero la forma en que me miró —segura, casi asustada— se me quedó grabada mucho después de entrar.
Esa noche apenas dormí. Cada crujido del suelo hacía que se me acelerara el corazón. Revisé cada puerta, cada ventana, incluso el ático. Nada parecía alterado. Sin señales de entrada forzada. Sin explicación.
A la mañana siguiente, tomé una decisión que se sentía tanto ridícula como aterradora. Salí de casa a mi hora habitual, saludé a la Sra. Collins como si nada pasara, y luego regresé una hora más tarde. Estacioné calle abajo y entré en silencio.
Fui directo al dormitorio y me deslicé debajo de la cama, con el teléfono apretado en la mano y la respiración contenida. El polvo me hacía cosquillas en la nariz. Los minutos se convirtieron en horas. Escuchaba el zumbido del refrigerador, el golpeteo de las tuberías, el tráfico distante afuera. Una parte de mí esperaba que no pasara nada, que pudiera salir gateando, avergonzada por mi propia paranoia.
Entonces, justo después del mediodía, escuché que abrían la puerta principal.


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