—Escúchame bien —dijo en voz baja—. No sé qué le metiste a mi madre en la cabeza, pero no creas que vas a sacar algo más. Agradece tus migajas. Y mañana quiero tus cosas fuera de la casa.
Lorena añadió, con desprecio:
—Ni se te ocurra llevarte algo que no sea tuyo.
Iván remató, riéndose:
—Disfruta tu casita de barro, María. Ya no tienes trabajo.
Esa noche, María empacó en dos maletas viejas. Sus hijos la miraban desde la puerta del cuarto de servicio, con ojos grandes y miedo pequeño.
—¿Nos vamos, mamá? —susurró Daniela.
María apretó la llave oxidada en el bolsillo.
—Sí, mi amor. A nuestro nuevo hogar —mintió, intentando sonreír.
Cuando los niños se durmieron, María lloró sin ruido. Doce años de lealtad para recibir una ruina.
Al día siguiente tomaron un autobús temprano. Tres horas después, el paisaje cambió de calles a terracería; de ruido a silencio; de casas a mezquites dispersos. El chofer los dejó en un cruce polvoriento. Un hombre viejo señaló un camino.
—Por ahí, señora… como medio kilómetro. Pero no hay nada.
Caminaron bajo el sol. Julián se quejó de sed. Mateo iba cabizbajo. Daniela ayudó con una maleta, mordiéndose el labio para no llorar.
Y entonces la vieron.
Una construcción baja de adobe, oscura, agrietada. Techo de lámina oxidada con hoyos por donde se veía el cielo. Ventanas sin vidrio, huecos negros como cuencas. La puerta colgaba de una bisagra.
María sintió que el pecho se le hundía.
—¿Aquí… vamos a vivir? —preguntó Daniela, con lágrimas.
María no pudo responder. Solo empujó la puerta. La madera raspó el suelo y levantó una nube de polvo que les hizo toser.
Dentro había tierra compactada, tablones podridos, una cocineta de leña oxidada. No había baño. No había agua. No había electricidad. El viento se colaba por todo y hacía gemir a la casa como si tuviera dolor.
Esa noche comieron pan con frijoles de lata alrededor de un fuego pequeño. Después se acostaron los cuatro sobre cobijas en el suelo. El frío llegó de golpe. El techo dejaba ver estrellas por los huecos.
María abrazó a Julián contra su pecho y rezó en silencio.
—Señora Esperanza… ¿por qué? —murmuró.
Ninguna respuesta. Solo el viento.
Los días siguientes fueron una batalla. María intentó tapar grietas con barro mezclado en una cubeta. El barro se caía. Caminó al cruce buscando trabajo. No había. La poca comida se acabó. Los niños adelgazaron. Daniela dejó de preguntar por la escuela; se le apagó la insistencia.
Una tarde llegó un hombre en camioneta vieja, sombrero y manos de campo.
—Me llamo Esteban Rivas —dijo—. Tengo un rancho cerca. Quería ver si me vende el terreno.
María sintió un destello de esperanza.
—¿Cuánto ofrece?
Esteban bajó la mirada.
—Veinte mil pesos.
A María se le cayó el mundo. Veinte mil no alcanzaban ni para empezar.
Esa noche, cuando sus hijos durmieron, María se quedó mirando la pared del fondo, donde el adobe estaba más cuarteado. Odiaba esa casa. Odiaba la burla. Odiaba su propia fe.
Apoyó la frente en el barro frío y susurró:
—¿Qué hice mal?
Y entonces lo escuchó.
Un crujido profundo, no de madera ni de lámina. Algo como un suspiro atrapado dentro de la pared. María se enderezó. La grieta parecía… hueca.
Con cuidado, desprendió un pedazo de adobe. Cayó al suelo con un golpe seco. Detrás no había varas ni paja: había un espacio oscuro. María acercó una vela. En el fondo brilló algo metálico.
Metió los dedos, raspó barro, ensanchó el hueco hasta poder sacar una caja de metal oxidada, pesada. Le temblaban las manos.
Forzó la cerradura con un cuchillo viejo. Al tercer intento, se rompió.
La tapa se abrió.


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