Se burlaron mientras les tiraban refresco a una pareja de ancianos, sin saber que su hijo era un motoquero temido. San Diego, sábado por la tarde. El sol se filtraba entre las hojas de los árboles, proyectando sombras largas sobre las aceras del parque. Julián y María caminaban tomados del brazo, pasó lento pero seguro. Él con su sombrero de paja y bastón de madera gastado, ella con su vestido floreado y su inseparable bolso tejido. Acababan de comprar pan dulce de la panadería del don Tomás, como hacían cada fin de semana desde hacía más de 30 años.
¿Te acuerdas cuando trajimos aquí a Mateo con su triciclo?, preguntó María con una sonrisa melancólica. Claro que sí. Se cayó en esa curva, respondió Julián señalando con el bastón. Y luego tú le diste su primer beso en la frente para calmar el llanto. Ambos rieron bajito. Eran la imagen de la ternura. La gente del barrio los conocía bien. Siempre saludaban, siempre ayudaban, nunca se metían en líos. Eran de esa clase de personas que inspiran respeto solo por existir.
Pero esa tarde algo rompió la armonía del lugar. Eh, viejillos! gritó un muchacho desde el otro lado del camino. Julián se detuvo. María le apretó el brazo con suavidad. Frente a ellos, cinco adolescentes, todos con celulares en mano, se acercaban riendo. Llevaban gorras al revés, cadenas falsas colgando del cuello. Y esa actitud de quien cree que el mundo les pertenece, ¿van a misa o qué? Se pasaron de moda hace como 40 años, dijo uno de ellos mientras los demás reían.
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¿Qué traes ahí, abuelita? Conchas. A ver, échamelas, tengo hambre, gritó otro y sin esperar respuesta le arrebató la bolsa a María. “Oye, no”, exclamó ella intentando recuperar su pan. “Devuélvela”, dijo Julián levantando el bastón. Un chorro de refresco le cayó de pronto en la cara. Uno de los chicos había sacado una botella y sin pensarlo lo empapó de líquido azucarado. Las risas fueron instantáneas. María gritó de susto, cubriendo a su esposo con su reboso. Los teléfonos comenzaron a grabar.
“¡Miren a este par de momias, pobrecitos. Ya ni deberían salir solos”, dijo el líder del grupo apuntando con la cámara mientras se burlaba. En ese instante, una voz temblorosa rompió el eco de las carcajadas. Déjenlos en paz. Era Lucía, una niña pequeña de cabello en trencitas con un vestido rosa y zapatitos blancos. Tenía 6 años y era nieta de doña Elena, la vecina de al lado. Había salido con su abuela al parque y al ver la escena se soltó de su mano y corrió hacia Julián y María.
No les hagan eso. Ellos son buenos. No les hagan daño!”, gritó entre lágrimas, interponiéndose entre los ancianos y los jóvenes. Uno de los muchachos la grabó de cerca. “¡Miren, ahora la niña quiere jugar a ser heroína. ¡Qué ternurita!”, se burló agachándose hasta quedar frente a ella con el celular casi tocándole la cara. Lucía lo empujó con sus manitas apenas con fuerza. “No se rían, tontos.” Pero eso solo provocó más risas. “¡Ay, ya me dio miedo la bebé llorona!”, gritó otro imitando el llanto de un bebé con exageración.
La escena era grotesca. Pasaba frente a una banca donde un par de personas observaban sin intervenir. Un señor sacó su celular, no para llamar a la policía, sino para grabar también. Una mujer apretó la mano de su hijo pequeño y se alejó del lugar sin decir palabra. El rostro de Julián estaba empapado, su camisa manchada de refresco. María intentaba consolar a Lucía, que ahora lloraba desconsolada. El mundo parecía haber perdido todo rastro de humanidad. Y entonces se escuchó el rugido, un sonido grave, metálico, como un trueno lejano pero firme.
Era el motor de una motocicleta. Venía desde la entrada del parque avanzando lentamente. Nadie prestó atención. Al principio. Los adolescentes seguían en su espectáculo cruel. El sonido se acercaba. Lucía, con los ojos llenos de lágrimas, giró la cabeza hacia la avenida. María hizo lo mismo, como si un presentimiento le tocara el corazón. Julián también alzó la vista. El rugido se detuvo. Un hombre se bajó de la moto alto, de espalda ancha, con chaqueta de cuero negro, jeans oscuros y botas pesadas.


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