Mateo Sandoval era de esos hombres que creían que el mundo existía para servirlos. Dueño de una fortuna cercana a los 900 millones de dólares, su oficina en el piso 42 parecía más un altar a su ego que un lugar de trabajo: mármol italiano brillante, ventanales de piso a techo y, en medio de la sala, su juguete favorito, una caja fuerte suiza de titanio de tres millones de dólares. Esa mañana, cinco empresarios lo rodeaban, whisky en mano, riéndose a carcajadas. Frente a ellos, descalzo, con la ropa rota y los pies sucios marcando el mármol, estaba un niño de once años.
—Cien millones de dólares —gritó Mateo, señalando la caja fuerte—. Cien millones, todo tuyo si la abres, pequeña rata callejera.
Las risas estallaron. Uno bromeó con que el niño seguro creía que cien millones eran como cien pesos; otro comentó que quizá pensaba que se los podría comer. Mientras tanto, pegada a la pared, con una mopa en la mano que temblaba sin control, estaba la madre del niño, Elena, la señora de limpieza del edificio. Llevaba ocho años limpiando los baños de esos hombres sin que nadie supiera siquiera su apellido. Ese día había cometido “el error” de traer a su hijo porque no tenía dinero para pagar a alguien que lo cuidara.
—Señor Sandoval… —murmuró, intentando no llorar—. Por favor, ya nos vamos. Mi hijo no va a tocar nada, se lo prometo…
—¡Silencio! —rugió Mateo, sin siquiera mirarla—. ¿Te di permiso para hablar?
Elena se encogió como si el grito la hubiera golpeado físicamente. Las lágrimas le corrieron por la cara en silencio mientras el niño la observaba con una mezcla de dolor, vergüenza… y algo más que ningún niño de esa edad debería conocer tan pronto: una rabia fría.
Mateo se agachó frente al niño.
—¿Sabes leer?
—Sí, señor —respondió el chico, con voz baja pero firme.
—¿Sabes contar hasta cien?
—Sí, señor.
—Entonces entiendes lo que son cien millones de dólares, ¿no?
El niño tragó saliva, miró de reojo a su madre y asintió.


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