Lo vi darse la vuelta y salir del juzgado de familia en Guadalajara, sin mirar atrás.
Sentí un nudo en la garganta tan fuerte que casi no podía respirar.
Guardé la tarjeta.
No porque la necesitara…
sino porque era como una espina clavada en el corazón.
Después del divorcio, viví en un cuarto pequeño, húmedo, en la periferia de la ciudad.
Sobrevivía haciendo lo que podía: limpiando casas, cuidando coches, recogiendo botellas en la calle.
Fueron los años más oscuros de mi vida.
Muchas veces pasé hambre.
Muchas noches me acosté con el estómago vacío.
Pero nunca toqué esos 3,000 pesos.
No porque fuera orgullosa…
sino porque no quería tocar algo que sentía como limosna.
Odiaba esa tarjeta.
Odiaba el abandono.
Odiaba sentir que, después de toda una vida, yo era solo una carga.
El tiempo pasó lentamente, como un cuchillo sin filo, cortando despacio pero profundo.
Mi cuerpo envejeció rápido.
Hubo días en los que levantarme de la cama era una batalla.


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