A sus cuarenta y tres años, Sebastián parecía estar alcanzando el éxito, pero ese día el éxito no tenía forma, ni peso, ni consuelo.
Era fundador y director general de NovaPay Group, llevaba un traje italiano a medida y un reloj de lujo brillaba en su muñeca como una promesa cumplida ante el mundo.
Desde afuera, su vida se veía perfecta, pulida, invulnerable, como si nada pudiera romperla.
Pero en ese momento, no era un titán corporativo.
Era un padre devastado, vacío por dentro, como una casa grande después de que se llevan al niño.
Había pasado exactamente un año desde que su exesposa desapareció en España con su hijo Lucas, sin aviso previo, sin consentimiento, sin despedida.
Trescientos sesenta y cinco días de llamadas sin respuesta, videollamadas canceladas y batallas legales que nunca cerraban ninguna herida.
Una reunión crucial con inversionistas extranjeros ya había comenzado en el centro, pero nada de eso importaba.
Ninguna fortuna podía protegerlo del hueco de la ausencia, del silencio que muerde cuando cae la noche.
Una vocecita atravesó la niebla de su dolor.
—Señor… ¿usted también llora porque tiene hambre?
Sebastián bajó la mirada y se quedó inmóvil, como si no supiera si estaba oyendo un niño o una alucinación.
Frente a él había una pequeña, no más de siete años, con ojos oscuros enormes y serios, y el rostro manchado de tierra.
Tenía trenzas disparejas que le enmarcaban las mejillas, y un suéter enorme colgaba de sus hombros pequeños como una manta prestada por el mundo.
Le extendió un pedazo de pan medio comido, envuelto en una servilleta arrugada, con una solemnidad que dolía.
—Puede quedárselo —dijo la niña con seriedad—. Yo sé lo que se siente cuando duele el estómago por no comer.
La vergüenza golpeó a Sebastián como un puñetazo, porque él, rodeado de lujo, recibía comida de una niña que no tenía nada.
—No —respondió él en voz baja, secándose la cara—. No tengo hambre. Lloro porque extraño a mi hijo, y no lo he visto desde hace un año.
La pequeña asintió como si entendiera perfectamente, como si esa frase le perteneciera también.
—Yo extraño a mi mamá —susurró ella—. Yo tampoco la veo desde hace un año. Comió unos dulces que le dieron y empezó a actuar raro, y los doctores se la llevaron.
—Nunca volvió —añadió, y esas dos palabras cayeron entre ambos como una sentencia compartida.
Dos pérdidas.


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