Y entonces la oyó.
Una voz suave, casi tragada por el viento, tarareaba en español, con una ternura que parecía venir de muy lejos:
Eres mi sol… mi único sol…
Leo se detuvo en seco.
Unos metros adelante, junto a la cortina metálica de una tienda con grafiti, una mujer estaba sentada en el suelo, encorvada sobre una carriola vieja. Tenía el cabello rubio cenizo recogido sin cuidado; mechones le caían sobre la cara. El abrigo le quedaba grande y estaba raído en las mangas. Sus manos, pálidas, se movían con un cuidado casi ceremonial sobre lo que había en la carriola.
No era un bebé.
Era un oso de peluche viejo, envuelto en una cobija descolorida. La mujer lo cubría del viento como si respirara, y le murmuraba como si el mundo entero dependiera de que ese oso durmiera tranquilo.
Alejandro sintió el cambio de ritmo. Miró de reojo y, como tantas veces, su mente etiquetó rápido: una indigente, una joven con problemas, alguien que necesita ayuda… de alguien más. Apretó la mano de Leo.
—No te quedes viendo, campeón. Vamos —ordenó, seco, sin detener la llamada.
Leo se resistió un poco, con ese tipo de terquedad silenciosa que sólo tienen los niños cuando saben algo que los adultos no quieren saber. Alejandro tiró de él, impaciente. Leo dio un paso… y volteó.
La mujer susurró:
—Shh… duérmete, mi amor…
Y fue el shh, la forma exacta en que el aire se volvía beso al final, lo que le pegó a Leo en el centro del cuerpo. No era sólo la canción. Era la cadencia, el modo en que la “s” se estiraba, la misma calma con la que alguien le curaba la fiebre o le acomodaba el cabello cuando se quedaba dormido.
Leo se soltó.
—Papá —dijo, pequeño pero firme—. Esa es mi mamá.
Alejandro se congeló. El teléfono, de pronto, era un peso absurdo. El ruido de la ciudad se apagó por un segundo, como si alguien hubiera bajado el volumen al mundo. Volteó despacio.


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