La mujer seguía cantando, perdida en su propio refugio. Una lámpara parpadeante le dibujaba sombras en el rostro. Y aun así… Alejandro vio algo que lo golpeó sin permiso: la curva de la mandíbula, el tono del cabello, y una línea irregular en la mejilla derecha, una cicatriz tenue que subía hacia la sien.
Su estómago se encogió.
—No —murmuró, más para sí que para Leo—. No puede ser.
Bajó el teléfono, por primera vez en años sin mirar la pantalla.
—Leo… tu mamá… —tragó saliva, buscando el guion que había repetido durante tanto tiempo—. Tu mamá se fue. Tú lo sabes.
Leo no parpadeó.
—No se fue —dijo, casi en un susurro—. Nomás no ha regresado a casa.
Alejandro abrió la boca, pero no salió nada. Su mirada volvió a la mujer y al oso de peluche en la carriola. La mujer levantó los ojos un segundo y esa mirada cansada, distante, pasó por él como si fuera un poste. Como si no lo conociera. Como si su nombre se hubiera borrado junto con algo más.
Alejandro dio un paso atrás, instintivo.
—Vámonos —dijo rápido, como si alejarse pudiera desmentir la realidad.
Pero ya no jaló a Leo. Ya no pudo.
Porque en ese espacio raro entre un paso y el siguiente, algo que había sido sólido y lógico dentro de él empezó a agrietarse.
A la mañana siguiente, el viento de diciembre se metía hasta los huesos. La mujer —que en su mente aún no tenía un nombre fijo— se había acomodado cerca de una panadería cerrada, bajo un toldo que apenas cortaba la corriente. Mececía la carriola con un ritmo suave, como una cuna improvisada.
—Hoy hace frío, mi niño —le decía al oso—. Pero vamos a encontrar un lugar más calientito. Mamá promete.
No alzaba la voz. Las voces llamaban miradas y las miradas no eran amables. La gente dejaba monedas, a veces un bolillo mordido, una bolsa con tamales. Ella siempre decía “gracias” con educación y, cuando le daban comida, partía pedacitos y los colocaba en la carriola.
—Él también tiene hambre —explicaba, sin vergüenza y sin pedir.
No suplicaba. No mendigaba. En su lógica, las madres no piden: cuidan. Esperan. Aguantan.
A ratos, su mente era una neblina: no recordaba bien de dónde venía, ni por qué le dolía el cuerpo con un dolor que no era sólo hambre. Pero había una imagen que regresaba como un latido: un niño pequeño, tibio, pegado a su pecho; unos dedos aferrados a su suéter; un suspiro que se calmaba cuando ella cantaba.
Eres mi sol…


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